Jorge García Cárdenas

 



Hoy es 29 de octubre.
Un día que, más allá de ser mi cumpleaños, no suele destacarse en los libros de historia. Sin embargo, también es la fecha en la que, hace justo un año, una catástrofe natural se cobró la vida de 229 personas. Una tragedia que pudo haberse evitado si la administración política hubiera hecho su trabajo.

Traigo este ejemplo porque ilustra bien cómo la ciudadanía se ha ido alejando, poco a poco, de lo que el poder político persigue constantemente: movilizar los actos de fe y radicalizar las ideas, sin importar el color. Hoy parece más fácil gobernar entre radicales que entre dialogantes. Y, desde el punto de vista tecnológico, ese juego peligroso debilita nuestra Democracia.

La historia nos ha enseñado, una y otra vez, que el ser humano tiene una inquietante habilidad para transformar sus sombras en semillas de odio; odio que fractura y corrompe las sociedades que construye. Existen momentos de diálogo y momentos de odio, épocas de luz y épocas dominadas por oscuras líneas de destrucción.

Aunque las leyes se conciben como barreras frente a los excesos, no siempre quienes las redactan lo hacen pensando en el bien común. Nacen, a menudo, con grietas que más tarde se utilizan para no cumplirlas.

Vivimos un momento decisivo de la historia. Las inteligencias artificiales prometen mejorar la vida humana, pero el ser humano —fiel a su dualidad— las usa también para desequilibrar su propia supervivencia. Crea drones asesinos, virus indetectables, robots armados o sistemas de control social. Nada parece escapar al deseo último de dominar, de ser más… hasta que ese “más” nos consuma a todos.